ERA UNA PERSONA DE ESAS, QUE MURIÓ JOVEN COMO SOLO UN ALMA VIEJA PUEDE HACER...

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lunes, 23 de noviembre de 2009

ÁNGEL DE LA GUARDA




Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día…

De niña, mi abuela me explicó la historia del ángel de la guarda. Un ser de luz que vela por ti en las noches para que nada malo te suceda.
Cuando no podía dormir me abrazaba a la almohada rezando para que mi ángel viniera a protegerme. Me reconfortaba saber que alguien me acunaría en sueños y jugaría conmigo cuando tuviera pesadillas.
Durante años me aferré a esa leyenda para superar mi insomnio. La noche es mala compañera para los que se acobardan con facilidad, y yo necesitaba creer en ese ángel para poder conciliar el sueño.
Me acomodaba en la cama, cerraba los ojos y rezaba para que las alas de mi protector me abrazaran. Siempre acudiría a mi en las noches sin luna, en la fría oscuridad. Nunca lo llegué a ver pero sabía que no me abandonaría ,pues era mi ángel de la guarda y pasara el tiempo que pasara seguiría a mi lado.

Pero me abandonó.

Todo empezó una noche en la que desperté sobresaltada. La ventana estaba abierta de par en par y un viento gélido se colaba entre mis sábanas. Me levanté y cerré con fuerza la ventana. Sentía que algo se había colado por ella mientras dormía. Volví a acostarme y me abracé a la almohada, como cuando era niña. Las pupilas se dilataban al intentar ver en la oscuridad. Los muebles tomaban formas grotescas ante mis ojos. Los cerré fuertemente y me oculté completamente entre las sábanas.
De repente, oí unos pasos que se dirigían a mi. Bordeando la cama se detuvieron a la altura de mi cabeza. Podía oír los fuertes latidos de mi corazón. Alguien estaba en mi habitación, observándome. Sin atreverme a descubrir mi rostro esperé a que fuera quién fuera me dejara vivir y se marchara. El terror me paralizó. De mis labios se escapó un rezo casi inaudible.
Cuando creí haber enloquecido por el pánico ,levanté la punta de la sábana para comprobar que no eran imaginaciones mías.
Ante mi , una figura alada, con túnica negra me miraba fijamente. Con sus alas oscuras acalló mis gritos de pánico brutalmente. Sus ojos reflejaban lo inhumano. El horror se adueñó de mi, entorné los ojos hacia el cielo y caí en un sueño profundo para que el ángel infernal me poseyera.
A partir de ese día, nada volvió a ser como antes. Desperté pesadamente, con un olor extraño en mi piel. Como si me hubiesen enterrado entre cenizas muertas. Como si hubiesen ensuciado mi alma.
Las noches son ahora mi tormento. Hace días que no duermo, no puedo, no quiero hacerlo. Pues cada vez que intento conciliar el sueño, siento que el ángel oscuro está al acecho para atacarme.
La leyenda del ángel de la guarda era sólo un cebo para creer en la protección, para que, con esa devoción atrajéramos a los ángeles siniestros hasta nosotros.
Viven entre las sombras y se apoderan de nuestros sueños.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

HIJOS DEL SOL



















Tras la participación en el concurso de relatos de www.tejiendoelmundo.wordpress.com, tengo el honor de aparecer entre los tres ganadores. Mi relato quedó en segundo lugar, espero que os guste:


Con las manos temblorosas y el corazón en un puño, escribo mis últimas palabras desde este ático abuhardillado. Debo darme prisa, está anocheciendo y apenas puedo ver con claridad. Una vez que haya caído la noche, no me quedará más remedio que esperar aquí, en silencio, en absoluta oscuridad. De ningún modo encenderé la luz, eso me delataría, sería un suicidio.


Me llamo Marta y soy la única persona adulta que sigue con vida en este lugar.
No recuerdo con exactitud en qué momento el mal se cernió en este pueblo bajo la atenta mirada de Dios. Sólo sé que todo empezó un extraño mes de diciembre, unos siete años atrás.
Los vecinos de Loñana, un humilde pueblo que apenas llegaba a cincuenta habitantes, situado al norte de Galicia, comentábamos que algo raro le estaba sucediendo al clima de nuestra región. Aquí, las ventiscas y las lluvias son muy habituales a lo largo del año. Era pues, totalmente atípico que en pleno mes de diciembre, a punto de celebrar las navidades, estuviéramos sufriendo temperaturas de hasta 48 grados y no hubiera caído ni una gota de agua en lo que llevábamos de mes. El médico del pueblo, no daba abasto para atender a todos los vecinos que acudían a él deshidratados, con golpes de calor. Incluso algún que otro anciano falleció debido a las altas temperaturas.
Entre los enfermos, me hallaba yo, embarazada de cinco meses y con unas molestias terribles. Las fuertes patadas que sentía en el vientre, en ocasiones me cortaban la respiración. Pesadillas incesantes hacían despertarme de madrugada con sudores fríos y vómitos sangrientos. Lo más increíble era que todas las embarazadas del pueblo, siete en total, padecíamos los mismos síntomas.
El día de mi alumbramiento fue uno de los más desagradables de mi vida. Creí que moriría en el parto pues no recuerdo un dolor más inhumano, más aterrador. El bebé se abrió paso agarrándose a mis entrañas. Salió totalmente amoratado y con el rostro deformado por el esfuerzo. No oí su llanto al nacer, eso me preocupó, pues temí por su vida. Ahora sé, que simplemente se hacía el dormido.
Pasadas unas horas, la enfermera me obligó a darle el pecho. Yo no quería cogerle en brazos, creía que era algún síntoma post parto, pues no reconocía a ese niño como mío y no quería hacer nada más que echarme a llorar. La enfermera lo colocó en mi regazo y le ayudo a encontrar el camino para calmar su sed. No hizo falta que se esforzara demasiado, pues el bebé rápidamente se adueñó de mi pezón con furia. Succionaba fuertemente apretando los puños y mirándome directamente a los ojos. No pude hacer más que dejarme vencer por el dolor y el agotamiento. Me recosté en la almohada y las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. Al cabo de unos minutos me di cuenta de que el bebé respiraba de un modo fortísimo, como si se estuviera ahogando. Le agarré de la espalda y entonces fue cuando la vi; una pequeña mancha oscura a la altura del omoplato.
Los demás niños fueron naciendo paulatinamente bajo un sol abrasador. El calor sofocante, junto con el horrible dolor y el miedo, hizo que todas las madres creyéramos que íbamos a enloquecer.

Nada en Loñana volvió a ser como antes tras el nacimiento de esos niños marcados, y digo marcados, porque casualmente todos ellos tenían la misma mancha presidiendo su espalda. Mancha, que iba creciendo a medida que esos niños se iban haciendo mayores. De igual modo la respiración de todos ellos, aún estando tranquilos se tornaba año tras año más grave y profunda. Como si odiaran todo lo que les rodeaba y tuvieran que contener su rabia forzosamente.

Don Fernando, el maestro del colegio, fue la primera víctima de la furia de los pequeños. La primera pieza de una cadena de muertes que se fueron sucediendo durante aquella fatídica tarde. Los gritos alertaron a Doña Amparo, la cocinera, que en aquel momento se encontraba entre fogones preparando la comida . Al llegar al aula, quedó atónita al descubrir al maestro en el suelo, rodeado de los siete pequeños. Don Fernando aún agonizaba atado de pies y manos, con el pecho abierto y dos tizas incrustadas en los ojos. Todos lo observaban sonrientes, con las manos en los bolsillos, satisfechos de su obra. Los demás niños de la clase lloraban incesantemente y de un modo desconsolado tras la dantesca escena que acababan de presenciar.
Doña Amparo, gritó con todas sus fuerzas e intentó escapar hacia la puerta principal. Uno de ellos la estaba esperando en la entrada, el resto, la agarraron de las manos y la llevaron de nuevo a la cocina. Allí, derramaron la olla humeante encima de su anciano cuerpo y acercaron su rostro a los fogones hasta verla morir totalmente quemada.
Desde ese día, esos monstruos, deambulaban por el pueblo, con el único fin de acabar con todos nosotros. Nadie podía sospechar que esos críos inocentes se acercaban con dobles intenciones, eran niños, sólo eran niños. Solían atacar en grupo, en la plaza, en las tiendas, en el bar, cualquier lugar habitado por adultos era bueno para realizar una masacre general. Más tarde irían a buscarnos uno por uno. Picaban a la puerta pidiendo ayuda, como si fueran ellos los que estaban en peligro. Al abrir la puerta, uno de ellos hacía de anzuelo para que el adulto se confíe, luego entraban en tropel hacia dentro y ya no había escapatoria.
No hay palabras para describir lo que uno siente al oir los gritos de dolor de alguien a quien se le están arrancando los órganos. Cierro los ojos y aún puedo ver las imágenes sangrientas y aterradoras que presencié desde mi ventana. Siete niños , en la plaza del Ayuntamiento mirando fijamente al sol, como si estuvieran esperando su aprobación para acabar con todos nosotros. Pequeñas manos estrangulando, degollando y torturando a todos los vecinos desprevenidos. Charcos de sangre por todas partes, gritos huidizos y callados cuchillo en mano.
Mi marido y yo sabíamos que nuestro hijo era uno de ellos aunque él se negaba a creer que fuera cierto . No puedo plasmar en esta hoja de papel, el asco y la impotencia de saber que yo he traído al mundo a uno de esos seres. Intenté detener a mi marido, le supliqué que se quedara a mi lado pero me fue imposible. Bajó corriendo las escaleras y se dirigió a nuestro hijo. Éste, al verle, simplemente levantó la cabeza y asintió al astro rey. Desde arriba pude ver como entre todos lo reducían y mi hijo lo degollaba. La sangre salpicaba el cabello rubio del pequeño. Después de aquello ,simplemente enloquecí, ya nada podía hacerme pensar que sobreviviría a esa pesadilla. Salí como pude por la ventana y salté torpemente de un tejado a otro esperando encontrar algún lugar dónde refugiarme y esperar a que no me encontraran. Fue entonces cuando encontré ésta buhardilla. La ventana estaba abierta, y rastros de sangre en el cristal advertían que los pequeños ya habían estado allí.
Una vez dentro, comprobé que el matrimonio que allí vivía había sido torturado hasta la muerte. Se encontraban boca arriba encima de la cama, uno junto al otro, con las cabezas cortadas. Me imaginaba las risas de esos niños, como si estuvieran haciendo una pequeña fechoría al intercambiar las cabezas de un cuerpo a otro, dejando así su obra completa, tratando de ridiculizarlos.

Hace horas que permanezco arrodillada en una esquina de la sala. Con los ojos muy abiertos agudizo el oído para poder escuchar la hora de mi muerte. Ahora sólo el silencio planea sobre el pueblo, un silencio espeso e inquietante Una falsa tregua que agradezco al mantener vivo un mínimo resquicio de esperanza…

Aunque sé que nada puede cambiar las cosas, no puedo salvarme. La línea telefónica permanece cortada desde esta mañana y no hay cobertura en el teléfono móvil. El calor derritió todas las instalaciones para hacer más fácil la abominable matanza.



Ahora sólo la noche observa la escena. Noche sin luna, como un manto negro que viste de luto a Loñana. Están tardando demasiado en llegar, es como si al ponerse el sol, perdieran la fuerza.

Ya es demasiado tarde para mi.

Oigo pequeños pasos subir las escaleras pesadamente, jadeos y risas retumban en el rellano. Ya están aquí. Salgo corriendo hacia la entrada y me siento en el suelo para impedir su acceso. Todos golpean la puerta a la vez y de repente, todo queda de nuevo en silencio. Tras unos segundos eternos veo aparecer por el resquicio de la puerta, la hoja de un enorme cuchillo. Mis gritos no hacen más que avivar las risas de los pequeños que ya empiezan a impacientarse por matar. De entre las carcajadas una dulce voz me suplica que abra la puerta. Es la voz de mi hijo, el que horas antes había acabado con la vida de su padre ante mis ojos. El fruto de un extraño acontecimiento climático que marcó para siempre la vida de un pueblo de Galicia. El que junto a seis niños más adoraba a un Dios luminoso y destructivo que no es el nuestro y que por algún motivo, les ordenaba acabar con los adultos. Como si nosotros hubiésemos ofendido de algún modo a su Dios y éste quisiera darnos un escarmiento.
Temblorosa , me niego a abrirles la puerta y les suplico por mi vida. Ya no me quedan lágrimas, sólo una voz entrecortada que escupe palabras inconexas fruto del pánico y la desesperación.
Su impaciencia golpea fuertemente la madera desquebrajando la puerta por ambos lados. Mi final está cada vez más cerca. No tengo apenas fuerzas para enfrentarme a ellos…y lo saben.
Ahora oigo su fuerte respiración en mi nuca. Están pegados detrás de mi, al otro lado de la fina puerta. Los golpes se transforman en patadas y finalmente logran entrar. Los pequeños me rodean y se abalanzan sobre mi. Me agarran del pelo y me obligan a tumbarme en el suelo. Mi hijo se sienta ante mi, el uniforme desgarrado me permite ver su espalda, ahora completamente oscura. La mancha ha crecido, igual que su maldad. Sus ojos han cambiado, ahora son totalmente negros, opacos, llenos de oscuridad. Su mirada está totalmente abrasada por el sol. Aún así, puedo leer perfectamente lo que dicen sus ojos. Me da la mano para que me incorpore y sonriendo me abraza clavándome un puñal por la espalda. Abro los ojos y un escalofrío recorre mi cuerpo. Intento tapar la hemorragia pero ahora ya todos me acuchillan por todas partes. Me abandono al dolor, quiero dejar de sufrir de una vez. Mis ojos se apagan, todo se nubla a mi alrededor, sólo un resquicio de luz entrando por la ventana me recuerda que volverá a amanecer, aunque no para mi, y estos diablos ciegos seguirán matando hasta que no quede nadie que pueda ofender a su Dios.

domingo, 1 de noviembre de 2009

SUCEDIÓ EN HALLOWEEN



Gracias a mi querida Vuelo de Hada...supe que en el blog www.littlecarrousel.blogspot.com se convocaba un concurso de relatos de Halloween...
Tengo el honor de deciros que mi relato ha resultado ganador.
Espero que hayáis pasado un fin de semana terrorífico...



La noche del 31 de octubre es, sin duda, la más especial del año. Una noche donde las puertas a otros planos se abren de par en par.
En Halloween, las almas errantes observan curiosas la luz de las velas, dispuestas estratégicamente en diabólicas calabazas; los gritos de los niños, el chispear de las hogueras, elementos todos ellos rodeados de un aura especial que les incita a visitar el mundo donde vivimos.
No intentes protegerte contra ese ejército de espíritus codiciosos pues entrarán en tu hogar, porque es su noche, y quieren divertirse.

Mi nombre es Samanta, tengo treinta años y vivo acompañada de mi gato en una aldea lejos del bullicio de la gran ciudad. Mis vecinos son gente amable y acogedora. Durante el año, cualquier excusa es buena para reunirnos y celebrar alguna cosa. Pero es especialmente en halloween, la noche donde todos quieren participar. Una arraigada tradición donde nadie se libra de algún susto, si no cede al trato de algún niño travieso.

Sabiendo a lo que me atenía, aquella tarde preparé cuidadosamente todo lo que conlleva una buena noche de terror. Busqué en mi viejo baúl del sótano un disfraz de bruja que había confeccionado, con la ayuda de una vecina, para las fiestas de carnaval. Así vestida, y feliz, al ver lo bien que me quedaba, comencé a adornar la casa con farolillos de papel en forma de brujas y fantasmas. También vacié varias calabazas y les dibujé un rictus malicioso; preparé un enorme bizcocho para compartir con mis vecinos y, por supuesto, me aprovisioné de un arsenal de caramelos para todos aquellos niños que llamaran esa noche a mi puerta con la famosa pregunta pegada a sus labios ¿Truco o trato? Lo mejor era siempre hacer un trato y darles un generoso puñado de caramelos, de lo contrario, te exponías a toda clase de bromas por su parte.

Recuerdo con nostalgia aquellas noches en las que mis amigos y yo íbamos llamando puerta a puerta con una cestita colgada del brazo. La mayoría de los vecinos sonreían al vernos pasar y nos llenaban la cesta de diversas golosinas que luego devorábamos hasta que nos dolía la barriga. Pero siempre había el típico vecino cascarrabias que nunca quería abrirnos. Cuando insistíamos, aporreando la puerta, nos gritaba desde la ventana y nos amenazaba con soltar a sus perros. Nosotros sabíamos que no era cierto, ya que nunca se oían ladridos en su casa, así que sacábamos de las cestas nuestros misiles en forma de huevo y los estampábamos contra su puerta.

En mi grupo de amigos había siempre mucha variedad a la hora de elegir los disfraces, nunca faltaba el típico hombre lobo, la bruja malvada, el vampiro sangriento…Yo siempre fui una niña un poco tímida así que me solía disfrazar de fantasma para mantenerme en el anonimato.


Mientras recordaba todas esas aventuras encendí un cigarrillo y me serví una copa de vino. Faltaban un par de horas para media noche y ya se palpaba el ambiente de Halloween. Desde la ventana, observaba la noche tranquila pero misteriosa. Podía ver las casas iluminadas, la gente disfrazada, y a los perros ladrándole a la luna que, sin nubes a su alrededor y con semblante perverso, sonría a sabiendas de que esa noche iba a ser testigo de siniestras fechorías.

Los animales tienen un sexto sentido para detectar seres de otros mundos. Merlín, que así se llamaba mi gato, comenzó a deambular por la casa desde bien entrada la tarde. Con el lomo arqueado enseñaba de vez en cuando los dientes a alguna sombra imaginaria. Intrigada por su comportamiento, no me dejaba arrastrar por el miedo, ya que me sentía a salvo en el calor de mi hogar, a la luz de las velas, observando divertida el ajetreo de los niños preparándose para la hora de los muertos.


A la media noche se abre la puerta al más allá. Es momento de estar atentos a cualquier ruido, cualquier movimiento que pueda hacernos intuir que las almas errantes nos acechan, que nos observan aún desde su mundo para poder entrar libremente en el nuestro por unas horas.


De repente, el timbre de la puerta me hizo dar un brinco. Al otro lado me esperaba un grupo de críos revoltosos vociferando la pregunta de rigor. Cediendo al trato le serví a cada uno un montoncito de caramelos y se marcharon a toda prisa. Satisfecha, cerré la puerta y me dispuse a ir de nuevo al salón pero Merlín, en actitud extraña, saltó a mis brazos maullando de un modo estremecedor. Sentí sus afiladas garras resquebrajando la fina piel de mi traje e inyectando en mi alma esa pequeña dosis de temor que nos alerta de un peligro siniestro. Me asusté y me dirigí con precaución a la sala para ver qué había sobresaltado al animal. Allí vi a un niño vestido con un chubasquero amarillo, algunas tallas más grande. Su rostro, oculto en la oscuridad de la capucha, apuntaba hacia el suelo, empapado en un charco de agua que rodeaba sus pies. De algún modo aquel niño se había colado en mi casa, aunque sinceramente, no recordaba haberlo visto entre el grupo de chavales que me habían visitado. Me lo tomé como una travesura y fui a buscar a la cocina unos cuántos caramelos.
Me acerqué a él y le tendí la mano con los dulces. El niño permanecía hierático ante mí. Le pregunté si quería hacer trato conmigo pero no me respondió. Empecé a sentirme incómoda con aquella broma, y ya me disponía a quitarle la capucha cuando, de repente, unos gritos escalofriantes acompañados de sirenas hicieron desviar mi atención hacia la ventana, mientras a mi espalda pequeños pasos se escurrían velozmente escaleras arriba. Decidí ocuparme de él más tarde y salí a la calle, un montón de gente se agolpaba alrededor de una ambulancia. Temblorosa me acerqué lentamente a la multitud, y pude ver, horrorizada, a un crío de unos seis años tendido muerto en el suelo. El mismo crío que, segundos antes, presidía el salón de mi hogar. Cubrieron su pequeño cuerpo con una sábana en el momento en que un relámpago iluminaba la triste tragedia.
Presa del pánico volví a entrar en mi casa a toda prisa. No podía creer lo que estaba sucediendo. Subí las escaleras y busqué a aquel niño por todas partes. No había ningún rastro de él. Inmóvil, a los pies de las escaleras, agudicé el oído con la intención de escuchar, por leve que fuera, algún sonido que delatara su escondite. Pero no fue el ruido de un jarrón quebrándose contra el suelo, ni el sonido de una puerta que se cerraba, sino el llanto, apenas audible, lo que me helo la sangre, provenía de mi habitación. Dejé escapar un grito sordo y me lleve la mano a la boca, la otra se agarraba con fuerza a los pliegues de mi disfraz. Con lentitud, tanteando el aire que me rodeaba, me acerqué a la puerta y entré en la habitación. El incesante lamento desapareció al instante. La luz no funcionaba, pero las nubes todavía no habían abrazado a la luna en la oscuridad de la noche. Sumida en el terror más absoluto comencé a buscarlo

- aquí no está, aquí tampoco. ¡Debajo de la cama, seguro que se esconde ahí!-

Hice acopio del poco valor que me quedaba y descubrí con alivio un montón de zapatos desperdigados por el suelo, pero del niño, ni rastro. Sólo me quedaba un lugar por mirar, el viejo armario que había heredado de mi madre y en el que guardaba las mudas para la cama. Lo abrí con precaución y clavé mis ojos en la oscuridad, con los párpados muy abiertos, a la espera de discernir una figura humana, pero tampoco estaba allí.

Caminé hacia la ventana de mi habitación, desde donde se veía el patio trasero de mi casa. Mis pensamientos recorrían veloces por mi mente, algunos de ellos, tras encontrar una grieta en la cabeza, se lanzaban con rabia a lo largo de mi cuerpo en forma de poderosos escalofríos. No podía dejar de temblar. Con la mirada perdida miraba los primeros árboles de una extensa llanura que se perdía a lo lejos.
Me disponía a bajar al salón cuando, atónita, vi el perfil de un niño con un chubasquero amarillo danzando entre las ramas. Daba saltos y balanceaba los brazos alegremente. Grité con todas mis fuerzas para llamar la atención de aquel ser, que ya no sabía exactamente si era de este mundo.
Al escucharme, el niño se paro en seco y se giró hacia mí. No podía verle la cara, ni el cuerpo, simplemente no podía ver más que una línea amarilla aterradora. Tras unos instantes, volvió a mostrarme su perfil y tranquilamente reanudó su marcha.

Nunca supe qué extraño fenómeno vino a visitarme aquella noche de Halloween, sólo sé que su alma ahora danza entre los árboles de mi aldea. Las noches de tormenta, recuerdo aquel día con auténtico pavor. Sucedió en Halloween, la noche de los muertos, dónde las almas pasan de un mundo a otro ante nuestros ojos.