
Tras la participación en el concurso de relatos de www.tejiendoelmundo.wordpress.com, tengo el honor de aparecer entre los tres ganadores. Mi relato quedó en segundo lugar, espero que os guste:
Con las manos temblorosas y el corazón en un puño, escribo mis últimas palabras desde este ático abuhardillado. Debo darme prisa, está anocheciendo y apenas puedo ver con claridad. Una vez que haya caído la noche, no me quedará más remedio que esperar aquí, en silencio, en absoluta oscuridad. De ningún modo encenderé la luz, eso me delataría, sería un suicidio.
Me llamo Marta y soy la única persona adulta que sigue con vida en este lugar.
No recuerdo con exactitud en qué momento el mal se cernió en este pueblo bajo la atenta mirada de Dios. Sólo sé que todo empezó un extraño mes de diciembre, unos siete años atrás.
Los vecinos de Loñana, un humilde pueblo que apenas llegaba a cincuenta habitantes, situado al norte de Galicia, comentábamos que algo raro le estaba sucediendo al clima de nuestra región. Aquí, las ventiscas y las lluvias son muy habituales a lo largo del año. Era pues, totalmente atípico que en pleno mes de diciembre, a punto de celebrar las navidades, estuviéramos sufriendo temperaturas de hasta 48 grados y no hubiera caído ni una gota de agua en lo que llevábamos de mes. El médico del pueblo, no daba abasto para atender a todos los vecinos que acudían a él deshidratados, con golpes de calor. Incluso algún que otro anciano falleció debido a las altas temperaturas.
Entre los enfermos, me hallaba yo, embarazada de cinco meses y con unas molestias terribles. Las fuertes patadas que sentía en el vientre, en ocasiones me cortaban la respiración. Pesadillas incesantes hacían despertarme de madrugada con sudores fríos y vómitos sangrientos. Lo más increíble era que todas las embarazadas del pueblo, siete en total, padecíamos los mismos síntomas.
El día de mi alumbramiento fue uno de los más desagradables de mi vida. Creí que moriría en el parto pues no recuerdo un dolor más inhumano, más aterrador. El bebé se abrió paso agarrándose a mis entrañas. Salió totalmente amoratado y con el rostro deformado por el esfuerzo. No oí su llanto al nacer, eso me preocupó, pues temí por su vida. Ahora sé, que simplemente se hacía el dormido.
Pasadas unas horas, la enfermera me obligó a darle el pecho. Yo no quería cogerle en brazos, creía que era algún síntoma post parto, pues no reconocía a ese niño como mío y no quería hacer nada más que echarme a llorar. La enfermera lo colocó en mi regazo y le ayudo a encontrar el camino para calmar su sed. No hizo falta que se esforzara demasiado, pues el bebé rápidamente se adueñó de mi pezón con furia. Succionaba fuertemente apretando los puños y mirándome directamente a los ojos. No pude hacer más que dejarme vencer por el dolor y el agotamiento. Me recosté en la almohada y las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. Al cabo de unos minutos me di cuenta de que el bebé respiraba de un modo fortísimo, como si se estuviera ahogando. Le agarré de la espalda y entonces fue cuando la vi; una pequeña mancha oscura a la altura del omoplato.
Los demás niños fueron naciendo paulatinamente bajo un sol abrasador. El calor sofocante, junto con el horrible dolor y el miedo, hizo que todas las madres creyéramos que íbamos a enloquecer.
Nada en Loñana volvió a ser como antes tras el nacimiento de esos niños marcados, y digo marcados, porque casualmente todos ellos tenían la misma mancha presidiendo su espalda. Mancha, que iba creciendo a medida que esos niños se iban haciendo mayores. De igual modo la respiración de todos ellos, aún estando tranquilos se tornaba año tras año más grave y profunda. Como si odiaran todo lo que les rodeaba y tuvieran que contener su rabia forzosamente.
Don Fernando, el maestro del colegio, fue la primera víctima de la furia de los pequeños. La primera pieza de una cadena de muertes que se fueron sucediendo durante aquella fatídica tarde. Los gritos alertaron a Doña Amparo, la cocinera, que en aquel momento se encontraba entre fogones preparando la comida . Al llegar al aula, quedó atónita al descubrir al maestro en el suelo, rodeado de los siete pequeños. Don Fernando aún agonizaba atado de pies y manos, con el pecho abierto y dos tizas incrustadas en los ojos. Todos lo observaban sonrientes, con las manos en los bolsillos, satisfechos de su obra. Los demás niños de la clase lloraban incesantemente y de un modo desconsolado tras la dantesca escena que acababan de presenciar.
Doña Amparo, gritó con todas sus fuerzas e intentó escapar hacia la puerta principal. Uno de ellos la estaba esperando en la entrada, el resto, la agarraron de las manos y la llevaron de nuevo a la cocina. Allí, derramaron la olla humeante encima de su anciano cuerpo y acercaron su rostro a los fogones hasta verla morir totalmente quemada.
Desde ese día, esos monstruos, deambulaban por el pueblo, con el único fin de acabar con todos nosotros. Nadie podía sospechar que esos críos inocentes se acercaban con dobles intenciones, eran niños, sólo eran niños. Solían atacar en grupo, en la plaza, en las tiendas, en el bar, cualquier lugar habitado por adultos era bueno para realizar una masacre general. Más tarde irían a buscarnos uno por uno. Picaban a la puerta pidiendo ayuda, como si fueran ellos los que estaban en peligro. Al abrir la puerta, uno de ellos hacía de anzuelo para que el adulto se confíe, luego entraban en tropel hacia dentro y ya no había escapatoria.
No hay palabras para describir lo que uno siente al oir los gritos de dolor de alguien a quien se le están arrancando los órganos. Cierro los ojos y aún puedo ver las imágenes sangrientas y aterradoras que presencié desde mi ventana. Siete niños , en la plaza del Ayuntamiento mirando fijamente al sol, como si estuvieran esperando su aprobación para acabar con todos nosotros. Pequeñas manos estrangulando, degollando y torturando a todos los vecinos desprevenidos. Charcos de sangre por todas partes, gritos huidizos y callados cuchillo en mano.
Mi marido y yo sabíamos que nuestro hijo era uno de ellos aunque él se negaba a creer que fuera cierto . No puedo plasmar en esta hoja de papel, el asco y la impotencia de saber que yo he traído al mundo a uno de esos seres. Intenté detener a mi marido, le supliqué que se quedara a mi lado pero me fue imposible. Bajó corriendo las escaleras y se dirigió a nuestro hijo. Éste, al verle, simplemente levantó la cabeza y asintió al astro rey. Desde arriba pude ver como entre todos lo reducían y mi hijo lo degollaba. La sangre salpicaba el cabello rubio del pequeño. Después de aquello ,simplemente enloquecí, ya nada podía hacerme pensar que sobreviviría a esa pesadilla. Salí como pude por la ventana y salté torpemente de un tejado a otro esperando encontrar algún lugar dónde refugiarme y esperar a que no me encontraran. Fue entonces cuando encontré ésta buhardilla. La ventana estaba abierta, y rastros de sangre en el cristal advertían que los pequeños ya habían estado allí.
Una vez dentro, comprobé que el matrimonio que allí vivía había sido torturado hasta la muerte. Se encontraban boca arriba encima de la cama, uno junto al otro, con las cabezas cortadas. Me imaginaba las risas de esos niños, como si estuvieran haciendo una pequeña fechoría al intercambiar las cabezas de un cuerpo a otro, dejando así su obra completa, tratando de ridiculizarlos.
Hace horas que permanezco arrodillada en una esquina de la sala. Con los ojos muy abiertos agudizo el oído para poder escuchar la hora de mi muerte. Ahora sólo el silencio planea sobre el pueblo, un silencio espeso e inquietante Una falsa tregua que agradezco al mantener vivo un mínimo resquicio de esperanza…
Aunque sé que nada puede cambiar las cosas, no puedo salvarme. La línea telefónica permanece cortada desde esta mañana y no hay cobertura en el teléfono móvil. El calor derritió todas las instalaciones para hacer más fácil la abominable matanza.
Ahora sólo la noche observa la escena. Noche sin luna, como un manto negro que viste de luto a Loñana. Están tardando demasiado en llegar, es como si al ponerse el sol, perdieran la fuerza.
Ya es demasiado tarde para mi.
Oigo pequeños pasos subir las escaleras pesadamente, jadeos y risas retumban en el rellano. Ya están aquí. Salgo corriendo hacia la entrada y me siento en el suelo para impedir su acceso. Todos golpean la puerta a la vez y de repente, todo queda de nuevo en silencio. Tras unos segundos eternos veo aparecer por el resquicio de la puerta, la hoja de un enorme cuchillo. Mis gritos no hacen más que avivar las risas de los pequeños que ya empiezan a impacientarse por matar. De entre las carcajadas una dulce voz me suplica que abra la puerta. Es la voz de mi hijo, el que horas antes había acabado con la vida de su padre ante mis ojos. El fruto de un extraño acontecimiento climático que marcó para siempre la vida de un pueblo de Galicia. El que junto a seis niños más adoraba a un Dios luminoso y destructivo que no es el nuestro y que por algún motivo, les ordenaba acabar con los adultos. Como si nosotros hubiésemos ofendido de algún modo a su Dios y éste quisiera darnos un escarmiento.
Temblorosa , me niego a abrirles la puerta y les suplico por mi vida. Ya no me quedan lágrimas, sólo una voz entrecortada que escupe palabras inconexas fruto del pánico y la desesperación.
Su impaciencia golpea fuertemente la madera desquebrajando la puerta por ambos lados. Mi final está cada vez más cerca. No tengo apenas fuerzas para enfrentarme a ellos…y lo saben.
Ahora oigo su fuerte respiración en mi nuca. Están pegados detrás de mi, al otro lado de la fina puerta. Los golpes se transforman en patadas y finalmente logran entrar. Los pequeños me rodean y se abalanzan sobre mi. Me agarran del pelo y me obligan a tumbarme en el suelo. Mi hijo se sienta ante mi, el uniforme desgarrado me permite ver su espalda, ahora completamente oscura. La mancha ha crecido, igual que su maldad. Sus ojos han cambiado, ahora son totalmente negros, opacos, llenos de oscuridad. Su mirada está totalmente abrasada por el sol. Aún así, puedo leer perfectamente lo que dicen sus ojos. Me da la mano para que me incorpore y sonriendo me abraza clavándome un puñal por la espalda. Abro los ojos y un escalofrío recorre mi cuerpo. Intento tapar la hemorragia pero ahora ya todos me acuchillan por todas partes. Me abandono al dolor, quiero dejar de sufrir de una vez. Mis ojos se apagan, todo se nubla a mi alrededor, sólo un resquicio de luz entrando por la ventana me recuerda que volverá a amanecer, aunque no para mi, y estos diablos ciegos seguirán matando hasta que no quede nadie que pueda ofender a su Dios.