
La pérdida absoluta de esperanza hizo que Dios cerrara para siempre las puertas al paraíso…
¿Y quién puede hacer perder la esperanza de Dios? El hombre.
Sin pecado no hay castigo. A veces es necesario pecar para obtener lo que se desea.
Deseos infinitamente esperados , agarrados al alma como una constante melodía atrapada en una caracola. Sueños de mortal aún en el más allá.
Las almas bondadosas que habitaban el cielo eran merecedoras de todo privilegio, de toda razón de ser del creador. Su constancia en hacer el bien tuvo una enorme recompensa, yacer al lado de Dios por la eternidad.
Un Dios que ama, que otorga absoluta libertad. Un Dios que no cuestiona, pero que tampoco olvida.
Lágrimas negras inundan la ciudad. Calles vacías de gente transparente. El mal acecha en cada esquina, en cada corazón, carente de perdón, de arrepentimiento o humildad.
El recuerdo de cualquier acto de bondad es sólo un reflejo en el altar de Dios.
Altar que ya sólo acompañan los ángeles. Sus alas caídas delatan la terrible tristeza de Cristo.
Aunque en el último aliento muchos son los que se aferran a una fe olvidada, es el rostro del diablo el que ven al entornar los ojos. La balanza de la vida no compensa los pecados.
Así, muerte tras muerte se llenaban las arcas del averno dejando escapar un suspiro de desesperanza a quien pacientemente anhelaba un encuentro en la gloria.
Pero ya nadie vive para ganarse el cielo. El egoísmo terrenal invoca al maligno . La maldad humana ocupa el lugar del moribundo inundando el infierno de almas vacías, decapitadas de tanta podredumbre . Es la vanidad humana la que intenta batirse con Dios.
La puerta celestial permanece cerrada desde la segunda rebelión, que tuvo lugar en el reino de los cielos. Las almas bondadosas decidieron tomar el mando, dejando en penumbra la luz celestial.
Un alma humana propició el principio del fin. Convenciendo una tras otra todas las demás almas que llevaban largos siglos esperando reencontrarse con sus allegados. En el reino de la paz también hay cabida para la soledad. La impotencia de los espíritus por no poder ver a sus seres queridos alimentó la llegada del más absoluto y aterrador desenlace.
Es así como empezó todo, es así como cientos de millones de almas, hartas de esperar lo imposible prefirieron pecar para arrastrar su alma al infierno. Descolgándose de la mano de Dios para tenderle la suya al Señor de las tinieblas. Así es como tuvo lugar la segunda rebelión.
Un pecado capital arrancaría la catástrofe. Una sola muerte, la más injusta, la menos esperada y las más deseada por quienes la ejecutaron.
Un siervo del señor , un ángel divino que abarcó con sus alas las almas enfurecidas por el dolor de una pena eterna, intentando consolarlas halló la muerte del modo más salvaje.
¿Cómo describir la obra de millones de manos sobre un solo cuerpo? Pensando en un único objetivo, desatar la ira de Dios para ser castigados, los espíritus que durante siglos merecieron vivir en la gloria atacaron sin piedad un alma gloriosa, tiñendo las alas de sangre, cubriendo los ojos de absoluta incredulidad.
Plumas arrancadas en tropel, heridas cuyas cicatrices nunca sanarán por ser heridas tan profundas que dejan escapar la luz interior de un ser angelical.
Tras la terrible masacre los ojos de Dios tiñeron de oscuridad el infinito.
Una a una las almas fueron cayendo dejando escapar un grito, mezcla de alivio y terror.
No hay esperanza para la humanidad. Desde entonces las puertas del Paraíso permanecen cerradas. La soledad de un cielo que aún llora la pérdida de su reinado por el absoluto egoísmo de la raza humana.