
Entre antiguos caminos y piedras roídas por el dolor se mecen mis sentidos. Respiro el aire nauseabundo que rodea el muro del rencor. Las almas inquietas bordean el lugar a modo de fortaleza. Nadie puede penetrar en el templo de la ira.
Ira por saberse abandonados.
Apilados como leña, los esqueletos se acumulan en este extraño lugar. Es el pueblo de los olvidados.
Deambulo pensativa por el lecho de muerte y siento el silencio. Me habla, me grita desesperadamente que me marche si no quiero acabar como ellos. En la absoluta soledad.
Puedo imaginar los rostros de cada una de esas personas. Me miran desafiantes por ahondar en su dolor. Cada uno tiene su historia, su desgracia, su verdad.
Son personas olvidadas en un suspiro, un falso aliento de calor que las dejó frías y abandonadas.
En el pueblo de los olvidados uno se da cuenta de lo triste que es vivir sabiendo que no importas a nadie, ni siquiera a ti mismo. Que a pesar de los intentos que uno pueda hacer por sobrevivir a la pena, te abrazará en el momento menos esperado y te arrinconará en silencio para acabar con tu sufrimiento.
Hoy quiero acordarme de ese pueblo, porque yo no puedo olvidarme. No puedo apartar de mi mente los rostros desencajados por la espera, por la desesperación de ver que se acaba la vida y nadie te tiende la mano para acompañarte en el tramo final. Nada les queda ya más que la rabia de lo que pudo ser y no fue, de lo que les quedó por sentir. La ira desatada por el odio embriaga su alma.
Si os acercáis, pueden oírse los lamentos, los susurros desgarrados y las voces apenadas por cada rincón.
Es el pueblo de los olvidados, un lugar que ni siquiera aparece en el mapa porque nadie más que yo lo conoce.